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Tía, tía, tía

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Un cuento de Jahir Temple


Era de noche en casa de la tía Liliana. Como de costumbre, su sobrina Lucero, de seis años, se quedó a dormir con ella porque su madre —la hermana menor de Liliana, Amanda— aún no terminaba el doble turno impuesto por su abusivo jefe del restaurante.


A Liliana no le suponía mayores inconvenientes cuidar de su sobrina y, de paso, así le daba un gran apoyo a su hermana, una madre soltera que siempre corría de lado a lado en su trabajo como mesera para mantener a Lucero. 


—Tía, ¿por qué mi mamá y tú son muy altas? —preguntó Lucero, acurrucada en la cama junto a ella—. Son como un par de rascacielos con mucho maquillaje.


—No lo sé, cariño —murmuró con la voz apagada.


—¿Es por sus tacones? ¿Yo también seré así de alta? ¿Tu maquillaje es muy caro? Te vez muy bonita cuando lo usas.


—Supongo…


—Tía, ¿me traes otro vaso de agua?


Muchas dudas y pocas respuestas. Liliana a duras penas respondía la avalancha de preguntas, su mente ya no podía procesar más información por ese día, después de una extenuante jornada laboral en la oficina. Lamentablemente para ella, Lucero no se detendría hasta satisfacer su curiosidad nocturna.


—Cariño, mañana debo preparar el desayuno, alistarme para trabajar y llevarte a casa —desanimada, prendió la pantalla del celular para fijarse en la hora—. Son las dos de la madrugada, ¿no tienes sueño?


Lucero negó con la cabeza. Un segundo después, comenzó a sentir un leve dolor punzante en el abdomen.


—Tía, me duele mucho la pancita.


—Solo no pienses en eso y se te pasará. Piensa en… no sé, cosas raras como gatos sin pelo.


Lucero asintió, acomodándose entre las sábanas para tratar de pensar en las increíbles aventuras que desearía tener con su madre —a quien no ve hace casi dos días— para distraerse del dolor estomacal. 


Obviamente no funcionó, la naturaleza llamaba y era demasiado exigente.


—Tía, quiero ir al baño —susurró en el oído de ella.


Liliana se levantó con pereza y caminó arrastrando los pies por el suelo que había limpiado antes de recibir a su sobrina. Pero al no recordarlo, casi se resbaló junto a ella más de una vez. Luego, abrió la puerta de la habitación y del baño, y encendió las luces de todos los pasillos para que a la niña no le diera miedo.


Por último, fue a la cocina por las pastillas que olvidó tomar antes de la cena. Eran para su dolor de cadera y espalda. Había sido demasiado trajín en pocos minutos.


A sus cuarenta, la edad ya comenzaba a pasarle factura en cada fibra de sus huesos. Un tanto irritada, pensó en la posibilidad de recibir un incentivo adicional por parte de Amanda. Ojalá le pagaran por cuidar a su sobrina.


Sin embargo, recordó por qué empezó a recibirla en las noches. La calidez y el amor de la niña eran un punto resplandeciente en su taciturna rutina diaria desde hacía más de quince años: trabajo, casa; trabajo, casa y viceversa.


Un poco menos exasperada, volvió con Lucero.


—Lávate las manos y apaga todas las luces, cariño —dijo. 


—Pero, tía, me da miedo la oscuridad.


—Entonces corre a toda velocidad hasta la habitación.


—Correré por mi vida… ¡Okay! —asintió feliz.


Liliana entrecerró la puerta del baño para darle privacidad. De regreso al cuarto, se desplomó en el colchón, dispuesta a conciliar nuevamente el sueño. 


—Por fin… —exhaló y hundió la cabeza entre las almohadas perfumadas. 


Pero de pronto, un llamado, que resonó hasta la habitación, la obligó a levantarse contra su voluntad.


—Tía, tía, tía, tía, tía... ¡Tía Lilianaaa! —gritó Lucero.


—¿Por qué? —murmuró hastiada.


La mujer dio un giro en el colchón y cayó al suelo a propósito. A rastras llegó hasta el baño.


—¿Qué sucede? ¿Necesitas algo?


—Tía, pasó algo muy terrible, no hay papel higiénico.


Demoró más de cinco minutos, pero por fin encontró el papel doble hoja extra suave que su hermana la obligaba a usar con Lucero.


—Ahora sí, lávate bien las manos, apaga todo y…


—Corro por mi vida. ¡Okay! —respondió Lucero con todas las energías propias de una niña hiperactiva que cenó una combinación de helado, refrescos y diversos bocadillos. El azúcar evitaba su caída al mundo efímero y fugaz del dios Morfeo. Aparte, había dormido una larga siesta por la tarde.


Una vez más, Liliana dejó que la gravedad la tumbara en su cama.


—Por fin...


Desafortunadamente, su cerebro ya no tenía las energías suficientes como para recordar un diminuto e insignificante detalle.


—Tía, tía, tía, tía, tía... ¡Tía Lilianaaa!


—¿Por qué…?

Una lágrima de frustración resbaló por su mejilla.


—¡Tía, ya terminé! ¿Me limpias?


Liliana tomó nota mental: jamás volvería a darle dulces durante la cena, sin importar cuánto le implore con esa típica carita tierna, perfectamente trabajada junto a su madre para ser una afilada arma de sobornos.


—Listo. Ya te lavé y traje tu vaso de agua, de paso limpié otra vez toda la casa, te leí tres cuentos y apagué todas las luces —repasó Liliana a toda velocidad—. Cúbrete y a dormir, por favor —sentenció irritada. 


Según la alarma del celular, solo le sobraban 40 minutos de sueño. Hasta el pecho le empezó a doler del cansancio.


—Okay... —balbuceó Lucero.


El azúcar finalmente se diluyó y el sueño se apoderó de ella. Definitivamente, amaba pasar las noches con su extraordinaria y graciosa tía favorita. Bueno, también era su única tía.


—Tía, tía, tía —murmuró—. Tía, tía, tía.


—¡¿Ahora qué, Lucero!? —exclamó molesta.


—Tía, yo… te amo.


Mientras Lucero dormía acurrucada en su pecho, Liliana no pudo pegar un ojo el resto de la noche. El esfuerzo valió la pena, pero sabía que no solo lo hacía por amor, sino también por su hermana, una madre soltera que, similar a ella, apenas encontraba tiempo para descansar y ser un gran ejemplo para Lucero.


 
 
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