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Foto del escritorJorge Mejia

LOS INVISIBLES

Decidí ponerme en la piel de algunos ciudadanos que venden en las calles y experimentar en carne propia la experiencia de no importarle a los demás.



Un periodista se disfraza de un vendedor de chocolates a cincuenta céntimos cada uno y labora en las calles de Comas, San Isidro y el Centro de Lima para contarnos desde su propia experiencia cómo sufren y luchan, todos los días, miles de peruanos y peruanas que recorren las calles de la ciudad día y noche con sus productos en mano ante nuestra indiferencia.





Tan solo la idea de tener algún súper poder suena algo que solo es posible en un cómic de superhéroes. Pero en la vida real no existen los súper poderes ¿Cierto? Qué tal si les digo que algunos tienen este “talento”. Porque para ellos está lejos de ser un súper poder, en cambio, es una desgracia. Como es en el caso de las personas que vemos día a día y que perdieron todo nuestro interés, están ahí como una estatua vieja que ya forma parte del paisaje y que ha perdido toda relevancia.


Hay ciudadanos a las cuales ni siquiera queremos verles la cara cuando pasamos a su lado, cuando se nos acercan y estiran su mano vacía o como en algunas ocasiones nos alcanzan un producto que buscan vendernos. Es por ello, que, al igual que un actor que decide meterse en la vida de su personaje para entenderlo e interpretarlo mejor, decidí ponerme en la piel de estas personas y así experimentar en carne propia lo que es ser invisible para los demás.



LA PRIMERA PARADA


Comencé pensando en qué productos vender. Tenía que ser algo pequeño y que cueste poco. Así que, para comenzar esta historia, decidí comprar una bolsa de chocolates que me costó veinte soles para luego vender la unidad a cincuenta céntimos. Puede que sea algo caro, pero es más llamativo que ofrecer caramelos.


Fue un sábado cuando decidí que el primer sitio de venta sería al frente del Mallplaza de Comas porque paso con frecuencia por el lugar, así que sabía que por ahí transitan muchos posibles clientes. Estaba muy nervioso cuando estaba camino al lugar, pero al llegar me deshice de esa sensación al sacar la bolsa de chocolates de mi mochila como si de un acto de magia se tratase. En cuestión de segundos pasé a ser un joven que necesita vender para poder seguir subsistiendo.


Los minutos pasaban y comencé a sentirme poco a poco más avergonzado, no solo por la indiferencia de las personas; sino también, por la falta de ventas. Al cabo de una hora me fui del lugar, con más molestias físicas que chocolates vendidos pues solo llegué a vender un par. Era algo a lo cual yo no estaba acostumbrado. La sensación de menosprecio que te dejan las miradas indiferentes de las personas que ni siquiera se molestaban en mirarte o decirte “no gracias”. Ellas tienen la obligación de prestarte atención, pero de todas formas hay que mostrar algo de respeto.



CON GANAS DE AYUDAR


No todos los que están rondando por las calles o parques son personas que estén trabajando. Hay algunas que están buscando apoyar alguna causa sin fines de lucro. De esto me percaté en otra de mis incursiones. Después de unos días de la primera exploración fui un lunes al parque Juana Alarco de Dammert. Llegué a las 4 de la tarde vistiendo un pantalón oscuro y una casaca negra con capucha, como alguien que no quiere ser visto. Al llegar, noté mucha gente y unos cuantos ambulantes.


Parecía un buen lugar para seguir con mi labor periodística. Cuando estaba sacando la bolsa de mi mochila se me acercó una chica que buscaba donaciones para una ONG. Le dije que no estaba interesado y en el instante en que ella se retiró se me acercó un personal del parque y me dijo que no estaba permitido vender en el lugar y prácticamente me estaba echando del lugar. Sentí hostilidad de su parte y lo tomé como algo personal porque supuse que lo decía por mi forma de vestir, pero decidí no hacerle problemas y solo accedí a sentarme en una de las bancas que había alrededor. No sé cómo, pero el intentar vender estando sentado en la banca era aún peor que estar parado o caminando.


Cuando estaba sentado volvió a acercarse la misma chica, así que aproveché la ocasión y decidí hablar con ella sobre su experiencia al estar circulando por el parque en busca de donaciones. Esto es algo diferente a lo que yo he estado haciendo, pero el trato que se recibe puede ser el mismo o peor. Ella y su compañera no lo hacen para obtener un beneficio propio y quizás no sienta la presión de tener que trabajar para comer un día más, pero no por eso se tiene que considerar como un caso diferente porque ella de igual forma necesita interactuar con quien se le cruce en su camino.


Ella me comentó que se les presentan todo tipo de gente, personas que con buena gana le donan y otras que en vez de ignorarla la denigran e insultan. Pero ellas de una u otra forma tiene que aguantar todo, porque recuerdan que lo ganado no es para ellas sino para una buena acción. Luego, me explicó cómo se organizan y se dividen las zonas; a ellas se les asignan zonas como Magdalena, Mall del sur, etc.


Ellas están en las calles desde las 11 de la mañana hasta las 4 de la tarde y siempre en grupos de 2 o 3; ya que al estar en las calles solas se exponen a distintos peligros, pero de igual forma uno tiene que saber lidiar con el peligro y la indiferencia. Al terminar la conversación, le di un dinero en apoyo a su causa, luego se retiró y siguió con su labor. No llegué a vender nada, pero aun así se aprendieron cosas. Cuando estaba levantándome de mi asiento para volver a casa pude ver cómo el mismo hombre retiraba con mucho ímpetu a un vendedor de churros que había entrado con su carrito.



DISTINTAS REALIDADES


El comercio ambulatorio no solo existe en determinados distritos de Lima, sino en todo el Perú porque las ganas de trabajar y salir adelante no se limitan a alguna etnia o clase social. Es por ello, que, luego de una semana decidí vender también por las calles de San Isidro.


Me alisté como siempre, pero esta vez tuve que tomar el corredor azul. Era algo nuevo para mí, pero luego me di cuenta de que era igual que tomar uno de los alimentadores del Metropolitano. Cuando viajaba pasamos por debajo de un túnel con luces, como si de una experiencia mágica se tratase, fue así como me di cuenta de que estaba en otro distrito. Pase de estar rodeado de un lugar sin parques, a un lugar verde lleno de vida. En este lugar no hay ambulantes, solo quioscos organizados por la Municipalidad de San Isidro. Preferí no sacar nada de mi mochila, pues la forma en la que me visto no generaría mucha confianza. Seguí caminando hasta llegar al parque El Olivar para comenzar con lo planeado. Escuché a ciudadanos que hablaban en varios idiomas. Se me olvidaba que las personas de estos distritos suelen viajar por el mundo y aprenden a hablar distintos idiomas como chino, francés, inglés, portugués o alemán. Así que tendría que estar atento porque no le podía ofrecer chocolates a alguien que no me entendiera.


Como a las cinco de la tarde, me senté en una de las bancas, observé a la gente y pensaba en cómo me acercaría a ellos para ofrecerles a mis chocolates. Saqué la bolsa de mi mochila, me paré de mi asiento, pero fui sorprendido por una encargada de seguridad del parque que amablemente me dijo que el comercio ambulatorio estaba prohibido. No pude hacer otra cosa que guardar mis chocolates y sentarme. No sentí la sensación de amargura; pero sí vergüenza. Como niño castigado, volví a sentarme en silencio.


Pasó unos minutos, cuando una chica se me acercó a venderme un perfume; pero, al notar la presencia de la seguridad, disimuló que se sentaba junto a mí para no tener ningún conflicto. Ella parecía que sabía cómo era la seguridad en estos lugares, así que comenzamos a hablar sobre el trato que estas personas puedan recibir. Indignada me comentó que, “en Gamarra me quitaron los perfumes los fiscalizadores, una bolsa llena de 16 perfumes, vienen en camiones y te quitan todo”.


No sería la primera vez que este tipo de cosas pasen, la brutalidad y la poca compasión parece ser para todos. Además, me señaló: “Los fiscalizadores de ahí son una mierda, se ríen en tu cara, te agreden”. Le pregunté cómo eran los fiscalizadores de esta zona y me dijo: “Sé que me miran, pero no me quieren decir nada”, a pesar de que está prohibido la venta ambulatoria, parece que a veces no le dan mucha importancia o son empáticos. Parece que el maltrato no llega solo por parte de los transeúntes, sino también, por parte de la misma gente que tiene que poner orden.



LO DE UN DÍA


No hay que olvidar que los ambulantes viven de lo que ganan en un día. Todo lo ganan es para cubrir sus alimentos, pasajes y otras necesidades básicas. Teniendo esto en cuenta, me propuse calcular un aproximado del tiempo en que toma conseguir el dinero suficiente para poder cubrir mis gastos del día. Para este análisis escogí a la avenida Alfonso Ugarte con la avenida España, como punto de venta. Para la compra del almuerzo pensé en alguno de los restaurantes del lugar donde el menú puede costar 12 o 10 soles, en el mejor de los casos, pero es más barato comprar por donde vivo pues cuestan entre 10 y 8 soles. Con respecto al costo del transporte, tomando en cuenta que vivo en Independencia y para transportarme hasta la avenida España, sin subirme gratis al transporte con el pretexto de que estoy vendiendo, serían dos soles en el transporte público que es más barato que los 3.20 soles que cuesta el Metropolitano. Sumando estos factores, la meta del día sería vender veinte chocolates a cincuenta céntimos cada uno.


Había pasado por el lugar días antes para saber en qué parte habría más gente y si es que circulaban algunos policías, tomando esto en cuenta decidí ir en la tarde. Me vestí como lo suelo hacer, un pantalón nada extravagante al igual que mis zapatillas y mi casaca con capucha. Salí de mi casa a las 1:30 de la tarde y llegué a las 2:10, con el Metropolitano hubiera demorado menos de 30 minutos. Llegué, saqué de mi mochila la bolsa de chocolates y comencé a vender.


Al principio, no lograba sentir la presión de tener que trabajar para poder comer un día más, pues yo siendo un joven que aún vive con sus padres no tengo que preocuparme por comer o alimentar a una familia. Pasó una hora y parecía que no tendría que estar mucho tiempo vendiendo, ya que hasta el momento había conseguido cuatro soles. Quizá fue producto de mi perseverancia porque no soy alguien con habilidades para la venta, también seguí el consejo de una amiga que me dijo que intentara venderles a los taxistas, aunque solo me acerqué a ofrecerles a dos de ellos. Ambos me compraron, pero mi forma de vestir y mi miedo a estar caminando por la pista hizo que dejara de hacerlo.


Pero de un momento a otro bajaron de los autobuses unos vendedores vestidos con ropa que hacía patrocinio a los productos que venden, como autos de carreras que se valen de patrocinadores para seguir corriendo. Ellos se apoyan de las marcas que le venden estos productos para poder seguir trabajando. No sé si fue la variedad de sus productos o el carisma que tenía para venderlos, que les resultaba más atractivo para los transeúntes comprarles a ellos que a un chico encapuchado, que comencé a sentir algo de presión y preocupación.


Tras una hora más conseguí vender poco más de 20 chocolates lo cual es suficiente para costear mis gastos del día, así que guardé mis cosas y me fui. En el transcurso del viaje comencé a preguntarme si a estas personas también se les puede considerar como invisibles. Lo son de cierta forma, pero se esfuerzan por hacerse notar. Parece que no basta con tener carisma o buenos productos para que uno pueda hacerse notar, también depende de la otra parte que tiene que estar dispuesta a dar su atención y respeto, que como una pócima mágica hará que personas como yo dejen de ser invisibles.



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