La muerte del Parca
- Dayanna Arias

- 10 oct
- 3 Min. de lectura

Un cuento de: Dayanna Arias
Frente al pelotón de ejecución, el Parca sonríe. A través de la multitud, distingue a la mujer que alguna vez lo embrujó: Esmeralda.
Años atrás, en una lujosa habitación, con la melodía de Danse Macabre de Camille Saëns como fondo, Tristán se acercó a su víctima y le clavó el cuchillo en la yugular. Limpio. Silencioso. Un segundo después, la esposa del hombre entró. No tuvo tiempo de gritar. Murió igual de rápido.
En el lavadero, el agua clara se tiñó de carmesí. El rostro aterrorizado de la mujer muerta quedó grabado para siempre en su ser. En el reflejo, Tristán vio sus ojos vacíos. Desde ese día, supo que había algo roto en él.
—Caballeros, les presento a la criatura más exótica: ¡Esmeralda!
La luz reveló a una mujer encadenada. El sonido metálico de sus grilletes contrastaba con la belleza de su figura. Vestía de rojo, la piel cobriza resaltaba bajo las luces del bar. Con las castañuelas marcó el ritmo, bailó con gracia, giró con su chal, y al final cayó al suelo jadeante. Sonreía, pero sus ojos ardían de desprecio.
Tristán quedó hechizado.
Esa misma noche, se infiltró en el sótano del bar. Allí, entre jaulas húmedas y gritos de otros prisioneros, encontró a Esmeralda, acurrucada.
—Ey, tú —dijo. Ella se incorporó lentamente.
—¿No tienes miedo? —preguntó él.
—¿Debería?
Tristán tomó su mano y la besó con suavidad. Ella se la retiró con desdén.
—Si te portas bien, podría liberarte.
—¿Para ir a otra jaula? No me interesa —replicó tajante.
Él sacó una aguja. Con un “clic”, abrió la cerradura.
—¿Quieres esta podredumbre o una jaula de oro?
La propuesta la desconcertó. Hace tiempo nadie le ofrecía elegir.
—¿Qué quieres de mí? No seré tu bailarina. Ni tu mercancía. Ni tu mujer.
—No te forzaré —dijo él.
—Todos quieren algo a cambio.
Aun así, algo en su mirada era distinto. No la deseaba como los otros. Ella decidió confiar.
Él la ayudó a salir. Los demás prisioneros gritaron, suplicaron, pero Tristán los ignoró. Como un segador, selló su destino con un “todavía no”.
Pasaron los meses. Tristán y Esmeralda convivieron. Él la protegía. Ella escondía su identidad. Era una mujer que había sido líder de su tribu, libre y salvaje, ahora confinada, vigilada.
Una mañana, un hombre encapuchado la encontró.
—¿Liria?
Ella se estremeció. Solo alguien de su tierra conocía ese nombre.
—¡Noah!
Se abrazaron con fuerza. Noah acarició su rostro.
—Iría hasta el infierno para encontrarte, líder de la tribu Lagash… y mi prometida.
Ella quiso irse con él, pero sabía que Tristán no lo permitiría. Le pidió tiempo para resolver su partida. Lo que no sabía era que Tristán había visto todo.
Desbordado por la rabia, Tristán volvió a casa. Destruyó todo a su paso. Bebió. Maldijo.
Cuando Esmeralda regresó, encontró el desastre.
—¿Liria? —escupió el nombre, lleno de resentimiento.
—Nunca me dijiste tu verdadero nombre, Esmeralda —siguió. Sus ojos eran fuego.
—Mi corazón siempre fue de Noah —respondió ella con firmeza.
Él soltó una carcajada con locura.
—¿Y si te doy el mío? ¿Si me arrodillo ante ti? Tendrías al sicario más temido a tus pies.
Ella lo miró sin miedo.
—Haz lo que quieras. Me voy.
Tristán lanzó una botella que estalló a su lado. Pero ella no se detuvo.
Después de que se fue, él cayó al suelo. Gritó su nombre hasta quedar ronco. Esmeralda. Esmeralda...
Esa misma noche, Tristán emprendió una matanza. Uno a uno, asesinó a todos los líderes del tráfico de esclavos. Manchado de sangre, herido, se entregó a la policía.
La prensa lo bautizó como El Parca: un dios de la muerte que se mueve en las sombras.
Ahora, de pie ante el pelotón, Tristán no se arrepiente. Su condena fue merecida. Pero entre la multitud, ve a Esmeralda.
No le guarda rencor. La recuerda libre, danzando, viva.
El capitán da la orden. El estruendo de los disparos corta el aire. El cuerpo del Parca cae sin resistencia.
Minutos después, los periódicos claman: “¡Última hora! El Parca ha muerto”.
Los ambulantes gritan la noticia por las calles, sin saber que esa muerte cerró una historia de amor, redención y libertad.

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