Nomeolvides
- Dayanna Arias

- 28 sept
- 4 Min. de lectura

Un cuento de Dayanna Arias
Una diminuta flor de color índigo surge en medio de un desierto de cemento: el nomeolvides. El sonido de la puerta interrumpió las divagaciones de la mujer; la enfermera entró con un andar delicado.
–Es hora de la medicina, Jazmín –dijo. Ella asintió.
La enfermera poseía una atmósfera cálida y su característica sonrisa dulce encantaba a todos los pacientes. Si la primavera fuera una persona, ella sería su mejor representación.
–¿Viste aquella hermosa flor? –preguntó Jazmín.
La enfermera se sorprendió al escucharla, pero respondió enseguida.
–Claro, es una hermosa flor azul. Ya llegó la primavera.
–Sí, ya llegó –murmuró la mujer, mientras una gran pesadez la envolvía.
La sonrisa de la enfermera desapareció rápidamente al comprobar que la mujer dormía. La observó por un largo tiempo, y en sus ojos se podía entrever una mezcla de sentimientos indescifrables. Y en un suave susurro dijo:
–Es invierno…
Al salir, un hombre alto, de cabello negro, la esperaba.
–Terminó mi turno, iré a cambiarme –dijo la muchacha sin ninguna sorpresa.
El hombre solo asintió y esperó en el mismo lugar. Pero, a diferencia de antes, miró la puerta de la habitación. Algo en él empezó a agitarse; extendió la mano hacia la manija queriendo abrirla de inmediato, sin embargo, una lucha interna se estaba librando en su interior. Justo en el momento en que estaba volteando la manija, una fuerte voz lo detuvo.
–¿Qué estás haciendo? –La enfermera lo enfrentó con ira contenida.
El hombre quiso replicar, pero aceptó que fue su error; estaba a punto de arruinarlo. El ambiente se encontraba tenso. Ella lo fulminó con la mirada y sentenció:
–Vamos a la cafetería.
Pidieron dos cafés exprés y una porción de pie de manzana. El silencio se prolongó hasta que la mujer, sumida en su propia tormenta, habló:
–Ella me mencionó que es primavera.
Esa única frase desencadenó algo en el hombre que la acompañaba, y respondió con gran urgencia:
–Entonces está mejorando, ¿verdad? ¿Cuándo podré verla? Ella es…
–¡Cállate! –lo interrumpió–. Ella dejó de ser tuya el día que… En fin, no tienes ningún derecho, maldito imbécil.
El hombre quedó paralizado. Sabía bien lo que esas palabras significaban. Solo fue una vez, un desliz, pero le costó todo lo que amaba.
–Deseo encontrarme con mi esposa. Sé que lo arruiné, pero puedo arreglarlo. ¡Margarita, solo fue una vez! Habla con los investigadores para que me permitan verla, por favor –suplicó con voz quebrada.
Semanas después, las visitas fueron aprobadas. Además, transfirieron a Jazmín a un hospital psiquiátrico. Sus heridas físicas sanaron, pero las del alma seguían abiertas.
El hombre la visitaba todos los días con un enorme ramo de flores, y en cada uno de ellos siempre había un nomeolvides, casi como si fuera un grito desesperado.
En los pasillos del psiquiátrico, en donde reina la noche, se oyen gemidos de sufrimiento. Jazmín se retorcía. Las pesadillas la arrastran a escenarios de dolor y nostalgia; su subconsciente grita por ser liberado de las cadenas.
–¡Mamá, mamá, me encanta! Te quiero muchísimo –la voz de un niño envuelve su sueño en una dulzura embriagadora. Jazmín murmuraba incansablemente “mi niño”.
Entonces revivía aquella escena: un hombre y una mujer se entregaban a la más vil pasión en el lecho sacral matrimonial. La esposa había recogido antes a su hijo del colegio para poder festejar su ascenso en el trabajo en familia. Al abrir la puerta los encontró. El esposo, en su desnudez, quiso ir detrás de ella. La esposa se fue con paso decidido, agarrando la diminuta mano de su hijo. El esposo gritó:
–¡Jazmín!
La mujer volteó para contestarle, pero, ofuscada por la traición y la ira, no vio el semáforo. Un automóvil se estrelló contra la madre y el niño. Las lágrimas descendían de sus ojos que solo podían ver el color rojo de la sangre. Los gritos, el murmullo de la gente, la ambulancia y el cuerpo inerte de su hijo.
Jazmín se levanta rápidamente, corre a través de los pasillos, gritando:
–¡Lucas!
La mujer ya no podía distinguir entre la realidad y el sueño.
Varias enfermeras corrieron a su auxilio, pero una gran fuerza descomunal surgió. La desesperación por hallar a su hijo fue más fuerte. Un enfermero se acercó con un sedante. Entre la lucha, la mujer por fin cayó nuevamente en el abismo de los sueños.
Una mujer de una belleza enfermiza observaba tranquilamente la ventana. Un doctor se acercó a ella y le preguntó:
–¿Le duele la cabeza?
Ella sonrió con cansancio.
–No, pero ya lo recuerdo todo, doctor… ¿Pero por qué olvidé?
El hombre de bata blanca respondió:
–Sufriste una amnesia disociativa localizada. En el mismo día descubriste la infidelidad de tu esposo y perdiste a tu hijo en el accidente. Tu mente no pudo soportarlo.
Detrás de la puerta, alguien escuchaba a escondidas.
Pasó el tiempo y le dieron de alta del hospital psiquiátrico. El cantar de los pájaros y los pocos restos de la nieve daban paso a los inicios de la primavera.
Jazmín acariciaba el nombre de su hijo tallado en piedra. Sus lágrimas limpiaron el poco polvo de la lápida.
–¿Cómo pude olvidarte? Mamá nunca más lo hará.
Alguien se acercaba cada vez más a la madre desdichada.
–Jazmín, yo…
–Ahora no. Déjame estar tranquila –replicó ella, sin mirarlo.
El hombre observó cómo lloraba por su hijo. La mujer se persignó y besó la fría piedra.
–Perdí a un hijo, no quiero perderte también. Dame una oportunidad –suplicó.
Ella suspiró.
–Quiero olvidarte para siempre.
Y se alejó con un paso firme, sin volver la mirada.
El hombre, apenas audible, dejó escapar al viento un susurro:
–No me olvides.

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