De sol a sol
- DíaTreinta

- 9 sept
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Lazario Reyes, de 63 años, se levanta cada madrugada sabiendo que el día será una prueba de resistencia. Desde hace casi cuatro años, vende “habitas” y sus “emboscaditos” en las calles de Gamarra. No lo hace por gusto, sino por necesidad: “A veces me obligo porque no tengo otra opción de trabajo”, confiesa con voz tranquila, pero firme.

Con caídas y sacrificios, pero con la esperanza en pie
Lazario sabe bien lo que es vivir del día a día. “No nos basta”, dice, refiriéndose a los gastos de agua, luz y la educación de su hijo. Su ingreso, según comenta, apenas le alcanza para un desayuno o un pan. “Trabajo casi cuatro años en la informalidad, pero aquí también es muy difícil”, cuenta. Gamarra es su oficina de trabajo, y aunque corre riesgos constantes, ha sufrido caídas y accidentes, no se rinde.
Su jornada comienza a las cinco de la mañana. Se cocina, se prepara y sale rumbo a Gamarra. Regresa a su casa cerca de las tres de la tarde, pero el trabajo no termina ahí. “Tengo que preparar todo casi cerca de las 9 y 10 de la noche. Porque tampoco puedo movilizarme mucho. Sí, porque me incomoda, porque yo estoy con un problema en la cadera, por muchos factores, estoy discapacitado.”
La pandemia fue un golpe duro. “No pude trabajar. Estaba triste. Estuve en la casa y a veces el municipio nos daba una ayudita. Bueno, eso y no estuve bien”, dice con esta nostalgia que llega a quebrar la voz. A pesar de todo, mantiene la esperanza en un futuro donde la lucha no sea tan dura. “Por favor, yo quisiera que el gobierno, las autoridades, los gobiernos competentes sean conscientes, que den también esa oportunidad tanto para los ancianos, para los discapacitados y para todos los… que somos personas vulnerables”.
Lazario Reyes es un símbolo de resiliencia. Su historia es la de miles de trabajadores informales que, pese a la edad, la discapacidad y la falta de apoyo, siguen luchando por un espacio digno en la sociedad. “El apoyo no es como debe ser del Estado, ¿no? Y por eso a nosotros tampoco nos es suficiente”, concluye. Pero Lazario no se rinde, sigue levantándose cada mañana, vendiendo sus habas y defendiendo sus derechos, con la fe puesta en que algún día el Estado escuche su voz.

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