La última caminata
- Daniel Robles

- 22 oct
- 4 Min. de lectura

Ilustración de Dayanna Arias
Un cuento de Daniel Robles
Miguel se despertó solo en su departamento aquella mañana fría. El lugar estaba impecablemente ordenado y limpio. Se preparaba para su rutina diaria sin prestarle demasiada atención a lo que todo el mundo vivía: el último día de sus vidas. Esa ansiedad que cada mañana se inyectaba en su cuerpo como una medicina ahora la compartía con el resto de los humanos. El caos que reinaba en su mente estaba reflejado en cada rincón del mundo: el fin se acercaba por una tormenta solar sin precedentes que estaba a punto de consumirlo todo. Los expertos decían que fenómenos así ocurrían solo cada millones de años, cuando el Sol acumulaba suficiente energía para liberar una llamarada imposible de contener. Y el azar quiso que esta vez coincidiera con ellos, con su tiempo, con su mundo. Sin embargo, Miguel solo pensaba en ir a su trabajo en el Callao. Él, siempre tan responsable.
Cuando ya estaba por salir, recibió un correo de su trabajo:
“A la mierda todo. Las oficinas serán destruidas. No vengan. Les deseamos a todos una feliz muerte”.
En ese momento empezó a meditar sobre lo que podía hacer con el resto del día —y de su vida—. Se le ocurrió realizar otra de esas caminatas que siempre le permitían estar a solas con sus pensamientos, aunque esta vez su alrededor sería diferente.
Miguel se puso su abrigo, salió del departamento y empezó a caminar por la avenida Sáenz Peña, a la cual se había mudado tres años atrás. La calle parecía exhalar su último aliento. Las casas coloridas se habían convertido en lienzos para las últimas almas creativas. Los negocios lucían como pequeños campos de guerra. Había luces, música, gritos, risas, lágrimas, basura y mortales dando los últimos pasos de baile. Una mezcla sin orden ni lógica.
Llegó a un muelle y se sentó a contemplar el mar. El sonido de las olas lo tranquilizaba como siempre, pero esta vez era distinto: no había un mañana por el que preocuparse. No tenía prisa, ni pendientes, ni metas. Solo existía ese instante. Por primera vez en mucho tiempo no sintió culpa por no estar haciendo “algo útil”. No tenía que fingir interés en nadie ni responder correos o mensajes. No tenía que escuchar consejos sobre cómo “vivir el momento” o “ser agradecido”. Todo se había esfumado.
Cuando pasó por un parque, vio a una pareja. No se besaban ni hablaban. Solo estaban abrazados, apoyando las cabezas uno en el otro, como si ya no quedaran palabras, como si todo estuviera dicho y ahora solo importara el cuerpo del otro cerca.
Siguió caminando. Ya no sabía si lo hacía por costumbre o por miedo a quedarse quieto. Se detuvo frente a un edificio antiguo donde, pintada en rojo sobre la pared, estaba la frase: “¿Qué hiciste con tu vida?”.
La pregunta lo golpeó como un puñetazo en el estómago. Las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta, como vidrios rotos imposibles de tragar. Todo a su alrededor se desdibujó, menos el eco cruel de aquella pregunta.
Se quedó mirándola fijamente. Su corazón latía más rápido. “¿Qué hiciste con tu vida?”
Casi sin darse cuenta empezó a hablar en voz baja:
—Nada. Trabajé. Me levanté temprano. Fui puntual. Ahorros en el banco. Lavé mi ropa los domingos. Fui… funcional.
Cada palabra salía con más rabia:
—No grité. No viajé. No dije lo que pensaba. No me arriesgué. No me enamoré. No creé nada. ¡No hice nada mío!
Golpeó la pared con el puño. Le dolió. Lo hizo de nuevo. La rabia se mezclaba con una tristeza tan grande que le costaba respirar. Se apoyó contra la pared, temblando. No lloraba, pero algo dentro de él se rompía. Y ahí, en ese colapso silencioso, Miguel entendió que toda su vida había sido un intento por no molestar, por no fallar, por pasar inadvertido. Un espectador de su propia existencia.
Por primera vez no quiso seguir caminando. Se sentó en el suelo y dejó que el mundo pasara a su alrededor: gente corriendo, besándose, cantando, desapareciendo; y él, en el suelo, temblando, pero despierto. Completamente despierto. Fue el grito ahogado de alguien que, justo antes del final, se atrevió a mirar su vida de frente; y no le gustó lo que vio, pero al menos, por fin, lo estaba viendo.
Miguel permaneció sentado varios minutos. No quería volver a caminar sin rumbo. Por primera vez en años quería hacer algo que naciera de él, aunque no sabía bien qué.
Levantó la vista y vio a un grupo de personas colgar hojas blancas en una cuerda, como si fueran ropa tendida. Curioso, se acercó. Eran frases, dibujos, confesiones. Cada papel colgaba como un pedazo de alma: “Te perdono, aunque no lo sepas”, “Siempre quise bailar en público”, “Hoy sí fui valiente”.
Una mujer lo miró y le dijo, sin preguntarle su nombre:
—¿Quieres dejar algo antes de que todo termine?
Él dudó, pero luego asintió. Ella le entregó una hoja y un plumón. Miguel la sostuvo como si fuera algo frágil. Se sentó en una banca cercana con el corazón latiendo fuerte. Pensó mucho antes de escribir. Quería que fuera honesto. Finalmente escribió: “Nunca supe vivir, pero hoy lo intenté”.
Colgó la hoja. La vio moverse con el viento. No era una gran obra ni una revelación universal, pero era suya. Era real. Y por primera vez estaba bien con eso.
La mujer le sonrió levemente.
—Eso es todo lo que importa —dijo.
Miguel respiró profundo. Se alejó del lugar con un extraño alivio en el pecho. No había cambiado el mundo, pero sí se había cambiado a sí mismo. Aunque fuera un poco.
Caminó hacia la playa. La brisa le acariciaba la cara. Se quitó el abrigo. No por calor, sino por libertad. Se sentó y cerró los ojos; y ahí, en silencio, con el sonido de las olas y el papel aún flotando en su mente, el mundo empezó a apagarse.
La tormenta solar cumplió su sentencia. No hubo alarma. Solo una pausa. Un segundo eterno en el que todo se quedó quieto, suspendido.
Cuando el blanco absoluto cubrió el cielo como una sábana sobre el universo, Miguel sonrió. No porque estuviera feliz, sino porque esta vez estaba ahí. En su propia vida.
Y eso, al final, fue suficiente.

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