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Dulce recuerdo en la galería de los juguetes

Actualizado: 26 ago


Al cruzar la puerta, uno siente que entra a otro tiempo. La casa respira historia. Las vitrinas están llenas de juguetes europeos fabricados a mano entre principios y mediados del siglo XX.


Escribe Cristina Ruiz Orderes


Gerardo Chávez, el fundador del Museo del Juguete, falleció el 22 de junio de este año. Vine con la ilusión de entrevistarlo, de escucharlo contar su historia. Pero su partida interrumpió mis planes. Aun así, decidí venir. Y ahora, estando aquí, en el lugar que él construyó con tanto cuidado durante más de cuarenta años, siento que su voz sigue presente.


Al cruzar la puerta, uno siente que entra a otro tiempo. La casa respira historia. Las vitrinas están llenas de juguetes europeos fabricados a mano entre principios y mediados del siglo XX. Carritos de hojalata, muñecas de porcelana, trenes mecánicos, soldados, juegos de mesa. Cada uno con su particularidad, su textura, su aroma de otros tiempos. Pero también hay piezas mucho más antiguas, incluso de origen preincaico, que nos recuerdan que el juego ha sido parte del ser humano desde siempre.


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Antiguos amiguitos que, entre sus gritos silenciosos, piden ser escuchados para revelar una vida pasada


Lo sorprendente es que, a pesar de todo lo exhibido, el museo aún guarda una gran parte de su colección en almacenes. Tantos juguetes, que se podría montar otro museo igual o incluso más grande. Pero el valor de este espacio no está solo en la cantidad, sino en lo que representa. En cada rincón, en cada sala, en cada vitrina, hay una historia personal. Una memoria desbloqueada. Un niño reencontrándose con su pasado.


El museo no solo está hecho para mirar. También es un espacio que se siente. Que te toca. Que te hace recordar cosas que pensabas olvidar. Al estar aquí, me doy cuenta de que jugar no era solo un pasatiempo: era una forma de escapar, de resistir, de seguir siendo niños a pesar de todo. Tener un juguete nunca fue un lujo. Era más bien un derecho simbólico, una forma de decir: "estás a salvo". Y sí, creo que a través de ellos también aprendimos a sanar.


Pensaba que los juguetes eran solo cosas del pasado, pero ahora entiendo que han estado con nosotros desde siempre. Más de 5,000 años acompañando a la humanidad. No eran solo muñecos o carritos: eran cómplices silenciosos que nos enseñaron a imaginar, a crear mundos, a creer que todo era posible. Que podíamos tener el control, aunque sea solo por un rato.


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 Muñeco andino que revela tradiciones prehispánicas donde el juego tenía también un valor cultural y simbólico        

                                           

Cuando uno es niño, un juguete no es solo un objeto. Es un amigo, un refugio, un confidente. Yo misma recuerdo cómo podía pasar horas jugando, dándole vida a cualquier cosa con mis manos. Un simple carrito de plástico podía ser el auto más rápido del mundo, aunque le faltara una llanta. También podía volar, si lo lanzaba con fuerza desde la mesa. A veces, era un camión de helados o el coche donde Barbie y el dinosaurio iban de paseo. Yo decidía las reglas. Jugamos con todo el corazón, como si el juego fuera lo más importante del mundo, o tal vez… así lo era.


A lo largo del tiempo, no solo nosotros cambiamos. Nuestros pequeños amigos también evolucionaron. De figuras de plástico o juguetitos rudimentarios tallados a mano,  pasamos a juguetes electrónicos y sofisticados. La tecnología los ha transformado, haciéndolos cada vez más interactivos, visuales e incluso inteligentes. Pero hay algo que permanece intacto: el valor emocional que encierran en cada una de nuestras vidas, porque los juguetes no solo reflejan una etapa de la infancia, sino que también son espejos de la cultura, la sociedad y la historia de una época.


Sin embargo, la infancia no es igual para todos. Hay quienes, por distintas razones, nunca tuvieron la oportunidad de vivir ese vínculo con un juguete. Y ese vacío, lejos de olvidarse, a veces se transforma en una necesidad profunda de recuperar lo que no se tuvo. Eso fue lo que ocurrió con Gerardo Chávez.


En la emblemática ciudad de Trujillo, mi querido Trujillito. Sí, la misma que vio nacer a grandes personajes como el escritor Ciro Alegría, el político Víctor Raúl Haya de la Torre, el intelectual Carlos Roose Silva y otros. 


Gerardo Chávez nació en 1937. Fue un niño que creció sin juguetes, pero con una sensibilidad extraordinaria. Con el tiempo se convirtió en uno de los artistas más destacados del Perú, reconocido por su pintura y escultura, pero también por una obra diferente y más íntima, que conecta con su niñez ausente: el Museo del Juguete.


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La antigua casona que una vez fue parte de la vida Gerardo Chávez


Durante su formación como artista, Gerardo Chávez vivió en distintas ciudades de Europa. Recorrió Roma, Nápoles, Florencia, y finalmente se estableció en París, una ciudad que lo marcó profundamente. En todos esos lugares, más allá de los museos de arte, descubrió colecciones de juguetes antiguos. Objetos que parecían insignificantes, pero que contenían siglos de historia y cultura. Fue ahí donde comprendió que los juguetes también podían ser arte. Que hablar de ellos era hablar del ser humano.


Fue entonces cuando una idea empezó a tomar forma: ¿por qué no crear un museo dedicado a estos pequeños testigos del tiempo? No uno cualquiera, sino uno en su tierra natal. Un espacio donde los niños y también los adultos pudieran reencontrarse con esos objetos que marcaron generaciones. Un lugar donde los juguetes no solo despertaran nostalgia, sino también la memoria.


Y así lo hizo. A su regreso a Trujillo, compró una vieja casona en el jirón Independencia 705, en pleno centro histórico. Una estructura de arquitectura colonial, que parecía detenida en el tiempo. Con paciencia y mucha dedicación, la restauró. Convocó a distintos colaboradores, artesanos, coleccionistas y comenzó a reunir piezas de distintas partes del mundo. Así nació el Museo del Juguete en el 2001, uno de los primeros de su tipo en Sudamérica y el único en la ciudad trujillana.


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 Conjunto de piezas  extraordinarias que denotan la creatividad, la dedicación y el cariño al ser diseñadas por manos artesanas


Actualmente, el 10 % de la colección proviene de donaciones. Personas que, al enterarse del museo, decidieron entregar esos objetos que un día formaron parte de sus vidas. Objetos que, aunque estaban guardados en un rincón de casa, seguían cargando emociones. Porque eso son los juguetes: cápsulas del tiempo llenas de sentimientos.


Gerardo Chávez lo supo bien. Su museo no es solo un homenaje a los juguetes, sino también a esa infancia que no vivió. Es una forma de transformar la carencia en creación. El vacío, en memoria. Y eso lo convierte en una figura imprescindible no solo en el arte, sino también en la cultura y la sensibilidad de nuestra región.


Al mirar a esos pequeños soldaditos atrapados bajo el vidrio, algo se encendió en mi interior. No eran solo juguetes: eran los guardianes de mis primeros sueños, los cómplices de mis juegos más libres. Me di cuenta de que gracias a ellos, a esas batallas inventadas, a esas historias que solo yo conocía, hoy tengo esta necesidad de contar, de crear, de imaginar sin límites. 


De niña armaba mundos con las manos; hoy, los construyo con ideas. Aunque Gerardo Chávez ya no esté físicamente, su museo sigue latiendo. Es un refugio para la memoria, un rincón donde la infancia no se pierde, solo se transforma. Porque en el fondo, todos llevamos dentro un niño que alguna vez jugó, imaginó y soñó. Y si por alguna razón lo hemos olvidado, lugares como este nos ayudan a recordarlo.


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 Figuritas de plomo que ocultan una realidad pasada que formaron parte de la vida de los niños franceses e ingleses durante el siglo XX.


 
 
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"Las historias tienen el poder de cambiar el mundo, y en Díatreinta, creemos en contar esas historias"

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