El hombre con el corazón más grande
- Ariana Cabanillas

- 10 jun
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Actualizado: 12 jun
Esta es la historia del hombre con el corazón más grande, no solo en sentido figurado, sino también, trágicamente, en el literal.
Escribe Ariana Cabanillas
Mi abuelo Alberto Cabanillas fue, para muchos, un hombre risueño, amable, gracioso y, sobre todo, generoso, es decir, tenía un gran corazón. Para mí, fue simplemente todo. A lo largo de su vida, dejó huellas que no se borran y recuerdos que, aunque duelen, también reconfortan.
En 2007, a los 55 años, durante un chequeo médico de rutina, le detectaron cardiomegalia. Esa fue la primera vez que escuchamos ese término. Un corazón más grande de lo normal. Paradójico, porque si alguien tenía un corazón enorme en todos los sentidos, era él. La enfermedad ya estaba avanzada. Se debilitaba, adelgazaba, pasaba más tiempo en el médico y en hospitales. Aun así, no perdió la sonrisa ni la voluntad de luchar. Pasamos la última Navidad en familia, viajamos a Pacasmayo como él quería, reímos, comimos, cantamos. No sabíamos que serían nuestros últimos meses juntos.

Nuestra última Navidad juntos. Diciembre, 2007
En enero del 2008, fue internado en la clínica San Felipe. Le recomendaron un médico que traía consigo un tratamiento novedoso, que ayudaría a su corazón a dejar de crecer. Era nuestra última esperanza. Durante los primeros días podíamos visitarlo, pero luego, solo su esposa e hijos podían entrar. La última vez que lo vi, él pidió verme. Me acompañó mi madre, al verlo sentí miedo y empecé a llorar, lo último que pude decirle fue: “Papito, vamos a la casa”, y él me aseguró que pronto nos iríamos de ahí. Sin embargo, el tratamiento habría fallado y agravo la situación, ocasionando que su corazón creciera más, a tal punto de no permitirle respirar.
La madrugada del 14 de febrero de ese mismo año, su corazón, ya tan cansado, se detuvo. Un paro cardíaco nos lo arrebató. La noticia destrozó a mi familia. Los gritos, los llantos, aún resuenan en mi memoria. Yo tenía solo siete años. No entendía del todo qué significaba la muerte, pero sí supe que había perdido a mi papito Beto, así le gustaba que lo llamarán. No a un abuelo cualquiera, sino a un padre, a mi héroe. El velorio fue multitudinario. La casa quedó pequeña para tanta gente. Colegas, vecinos, amigos, todos querían despedirse de él. Tiempo después, su empresa se contactó para contarnos que, en honor a su trayectoria, su oficina llevaría su nombre: José “Pepe” Cabanillas. Un homenaje sencillo, pero eterno. Aquel espacio que por años fue testigo de su esfuerzo incansable y de su liderazgo sereno, ahora guarda su nombre como una huella imborrable. Para nosotros, su familia, fue un gesto profundamente simbólico: su presencia seguiría habitando ese lugar.

Sencillo pero eterno, así fue su homenaje
Nació en Pacasmayo y a los 14 años, con apenas una maleta de sueños y esperanzas, se mudó a Lima. Llegó a vivir en Comas, cuando aún era una zona agrícola y de invasiones, junto a su familia humilde.
Su padre, albañil; su madre, una mujer creativa que enseñaba tejido en iglesias. En casa nunca hubo lujos, pero sí principios y mucho amor. Desde niño, quienes lo conocieron recuerdan su sonrisa permanente, su forma ocurrente de contar historias, su amabilidad innata. Y si bien todos lo querían, fue Marta, mi abuela, quien supo ver en él algo más profundo: un deseo inmenso de superación, una ternura escondida detrás de su humor, y una fortaleza admirable ante las dificultades.
Se conocieron en 1970, gracias a mi bisabuela que mandó a Marta a recoger unos dulces para vender. Tenían solo 16 años. Desde aquel primer encuentro, nació un amor joven, puro y decidido.

Un amor joven, puro e inquebrantable
Él tenía un silbido peculiar, una especie de señal secreta para que ella supiera que estaba cerca. Así se encontraban, a veces en la esquina, otras en el paradero, sin horarios, sin celulares, solo con las ganas de verse.
Cuatro años después, mi abuela quedó embarazada. Eran jóvenes e inexpertos. No tenían un hogar, ni dinero. Pero sí se tenían el uno al otro. Ese mismo año, mi abuelo decidió postular a la Universidad Nacional de Ingeniería (UNI). Quedó a solo un puesto de ingresar. Lejos de desanimarse, se inscribió en una carrera técnica de electrónica. Sabía que tenía que superarse por la familia que empezaba a formar.
Durante dos años hizo prácticas en la Compañía Peruana de Teléfonos. No había sueldo fijo ni beneficios, pero él no se rendía. Cuando finalmente le ofrecieron un contrato, fue como un alivio en medio de tanta incertidumbre.

Mi abuelito como practicante en la Compañía Peruana de Teléfonos del Perú, 1974
En ese tiempo nació su primera hija, Karina, quien se convirtió en la luz de sus ojos. Tristemente, ese mismo año falleció su padre, dejando en él un dolor profundo del que no hablaba, pero que se manifestaba en sus silencios largos y sus lágrimas escondidas.
En 1980, nació su segundo hijo, mi padre. Su llegada trajo nuevas fuerzas y renovadas ganas de salir adelante. No sería hasta 3 años después, que mi abuelo realizó su primer viaje importante de trabajo a Japón. Desde allá, enviaba cartas todas las semanas, escritas en papel chino. Preguntaba por su esposa, por sus hijos, y enviaba pequeños regalos. Esas cartas, que aún conservamos, son pequeños tesoros de amor y nostalgia.
Su carrera empezó a despegar. Viajó a Estados Unidos, Canadá, Brasil y España. En 1998, logró comprar su departamento en Los Balcones de Salamanca, un sueño hecho realidad. Su hija estudió contabilidad en San Marcos, y su hijo estaba preparándose para ingresar a la universidad. Junto a mi abuela, sentían que todo marchaba como siempre lo habían deseado.
En 2001, recibieron una noticia inesperada: serían abuelos. A pesar de que también eran jóvenes para ese rol, me recibieron con un amor inmenso. Mi abuelo asumió el rol de padre, una vez más. Porque para mí, no fue solo un abuelo. Fue mi figura paterna, mi guía, mi protector. Me cuidó, me enseñó, me abrazó en cada caída y me aplaudió en cada pequeño logro.

Un abrazo atrapado en el tiempo
Han pasado 17 años desde su partida, y aún lo recordamos en cada oración, en cada agradecimiento. Mi abuelo vive en cada rincón de nuestra casa, en cada foto, en cada carta, en cada historia. Fue y siempre será mi mayor inspiración. Aquel hombre que, pese a todo, se superó, creyó en sí mismo, y nos enseñó el verdadero significado del amor incondicional. Porque si hay algo que me enseñó, es que hay corazones tan grandes que incluso la muerte no puede apagar.

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